Ex presidente Gaviria pide reorientar la política antidroga
Lo hace en el prólogo del libro 'Políticas antidroga en Colombia: éxitos, fracasos y extravíos'
Miércoles, 23 de febrero, 2011
La publicación de este libro (producto de una investigación de la Universidad de los Andes) representa un hito en la manera de enfrentar el problema de las drogas. Colombia, a lo largo de tres décadas, lo ha hecho de la mano de las políticas prohibicionistas impulsadas por Estados Unidos y que, en general, parten de la guerra contra las drogas que inauguró el presidente Richard Nixon hace 40 años. Ningún país del mundo ha pagado un costo más alto en términos de vidas de sus dirigentes políticos, sus jueces, sus policías, sus soldados, sus periodistas y decenas de miles de inocentes, ni ha recibido un daño más grave a sus instituciones democráticas que Colombia.
¿Es justo que esto  ocurra en nombre de una política fallida y desgastada? Le pasa igual  cosa a México, que está poniendo decenas de miles de muertos. Nuestro  país ha incurrido en un inconmensurable costo económico por cuenta de  esta lucha en el período aún no concluido del narcoterrorismo. Incluso  en el periodo en que hemos recibido la importante colaboración de  Estados Unidos, con el llamado Plan Colombia, según la Oficina de  Presupuesto del Congreso, 9 de cada 10 dólares han sido aportados por el  Estado colombiano. 
No obstante, ha llegado el momento de  evaluar los resultados de esa estrategia, que tan pocos logros tiene  para mostrar que no sean en cifras de esfuerzos de interdicción,  capturas de drogas y persecución de carteles, muertos, y de presos en  las cárceles. Nada se ha logrado en la reducción del consumo en EE. UU.,  de lejos el principal mercado. Por el contrario, se ha disparado el de  metanfetaminas y esta droga tiene hoy más adictos que la cocaína. Allí,  el Gobierno acaba de abandonar oficialmente la expresión guerra contra  las drogas, porque no permite diseñar políticas eficaces y ha dicho que  el control por la vía de una reducción de la oferta no funciona, que la  única manera viable es reducir el consumo en 15% en la administración  Obama. Más del 70% de los estadounidenses cree que la guerra contra las  drogas ha fracasado. El presidente Obama lo dijo en su campaña al  Senado. Y es evidente la creciente tolerancia hacia el consumo de  marihuana, al punto que muchas personas, aun amigas irrestrictas del  prohibicionismo, creen que la legalización es cosa de tiempo.
Estados  Unidos hace un extraordinario esfuerzo en la lucha contra todas las  drogas ilícitas. El problema es que de los 40.000 millones de dólares  gasta más en el sistema judicial, policial y penitenciario y muy poco en  prevención y tratamiento. Hay más presos por narcotráfico en Estados  Unidos (más de 500.000) que en toda la Europa ampliada por todos los  delitos. Cuando empezó la guerra había en prisión 50.000 y hoy tienen 10  veces más, sin resultados en el consumo. Es francamente increíble que  se gasten US$ 450.000 para tener varios años en la cárcel a un muchacho  que, a lo mejor, apenas probó la marihuana por primera vez. A pesar de  eso, el 60% de los prisioneros consume marihuana, como lo señala el  último informe del Diálogo Interamericano.
En mis experiencias en  la Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia aprendí que, en  materia de consumo, los europeos, salvo Suecia no meten a los  consumidores a la cárcel, porque consideran que este es un problema de  salud y no un crimen. De allí parte una política mucho menos lesiva y  onerosa para ese continente, con un mucho menor costo social, económico e  institucional. Ellos no sostienen que estas políticas sean muy buenas o  ideales, pero son las que le hacen menos daño a la humanidad. Las  diferencias se originan básicamente en que apoyan a los adictos y a los  jóvenes para reducir el negocio clandestino y para sacarlos de las  garras de las redes criminales. 
Holanda, Suiza y recientemente  Portugal han ido bastante lejos por esta vía, con excelentes resultados,  pues no se les subió el consumo y se les disminuyó la violencia. Esto,  sin menoscabo del esfuerzo de lucha contra el crimen organizado, que  nadie quiere ni se propone abandonar.
Es infortunado que se hable  tanto de legalización, porque esa es una expresión facilista y  libertaria, que puede interpretarse como que las drogas no hacen daño,  que no requieren controles o que la gente tiene derecho a hacerle daño a  su salud. Ese planteamiento no tiene ningún futuro político, porque  genera toda clase de fantasmas y temores. Es una política tan equivocada  tan radical, tan simplista y tan atractiva como el prohibicionismo.  Están ambas basadas en principios ideológicos y en fundamentalismo y no  en investigación, ciencia y experiencias bien documentadas. 
Lo  que requieren Colombia, Latinoamérica y los Estados Unidos no es  legalizar las drogas, sino partir de la definición del consumo como un  problema del sistema de salud y no como un delito. Es el punto de  partida de una buena política. Hay que investigar qué daño hace cada  droga, cómo altera la conducta humana, qué tan adictiva es, cómo deben  ser las campañas de prevención, cómo deben ser las campañas de  tratamiento, en lo que se ha avanzado muchísimo en otras latitudes.
Hemos  llegado a este punto por nuestra pasividad, pero, sobre todo, por la  incapacidad del Gobierno, el Congreso y la opinión pública y los medios  de Estados Unidos de siquiera abrir el debate y discutir cómo encontrar  una alternativa a una política que, después de cuatro décadas, haya  mostrado tan pocos resultados. 
Varios de los grandes periódicos han  pedido una revisión de la política, pero no los escuchan. La falta de  coraje de los dirigentes políticos de ese país es inaudita. Están  amarrados ciegamente a una política equivocada y costosa en nombre del  fundamentalismo que los condujo a prohibir el alcohol y enfrentar a las  gigantescas mafias que se desarrollaron. Lo que dicen es que es  peligroso siquiera debatir, porque crimen es igual a narcotráfico y no  quieren ser suaves contra el crimen, pues eso tiene riesgos electorales.  Lo otro que dicen es que no hay alternativa, así tengan a la mano la  europea.
Como dice Moisés Naím acerca de un posible debate sobre las drogas en EE. UU.: está prohibido pensar.
Colombia,  por su parte, debería revisar su política en los siguientes términos.  Primero, que el presidente Santos, ojalá en compañía de presidente  Calderón de México, se dirijan a la opinión pública de EE. UU. y le  soliciten de manera contundente hacer un debate serio sobre su política y  adoptar los correctivos del caso. Segundo, abandonar los criterios  tradicionales de medir el compromiso y el éxito de la política  estadounidense con los parámetros de cuánta plata gastan, a cuánta gente  meten a la cárcel, cuántos muertos genera esa gigantesco negocio, fruto  de sus políticas prohibicionistas, qué tanto ha subido el precio de la  droga en las calles de Nueva York o Los Ángeles, cifra de muy dudosa  veracidad, como muchas estadísticas sobre el tema.
Eso a Colombia  y a México no les sirve para nada. Nos deberían contar por qué no  pueden hacer un debate y, si lo hacen, qué resultados consiguieron;  cuánto de esos US$ 40.000 millones traspasaron a los sistemas de  prevención y tratamiento, porque la retórica de la administración no  sirve para nada. Que nos cuenten qué tanto reducen cada año el consumo  de drogas, con cifras avaladas por una institución independiente. 
Colombia  y México tienen una autoridad moral incuestionable y yo estoy seguro de  que serían escuchados. El presidente Santos no puede seguir esperando  la aprobación del referendo de California sobre legalización para darle  un giro a nuestra política, como lo ha hecho en tantos otros frentes con  singular tino y éxito.


 
						


