El jueves pasado, el gobierno canadiense, cumpliendo con una promesa de campaña de Justin Trudeau, envió al Parlamento una iniciativa de ley para legalizar el uso lúdico de la marihuana en todo el país. Algunas naciones la han venido descriminalizado, permitiendo que sea prescrita para fines médicos o dejando de aplicar leyes que prohibían su consumo o cultivo. Pero cuando la iniciativa presentada por el primer ministro se convierta en ley —cosa que muy probablemente suceda— Canadá será el segundo país del mundo, detrás de Uruguay, en legalizar de manera integral el consumo de cannabis. Si bien el gobierno federal emitirá licencias y regulará la posesión y el mercado de producción, serán las provincias canadienses las que determinen las modalidades precisas de cómo se distribuirá y comercializará la marihuana en cada entidad. Los precios se fijarán de manera conjunta entre éstas y Ottawa y la producción, importación, exportación o venta al margen de los criterios preestablecidos seguirán siendo consideradas como delitos mayores.

Es indudable que el gobierno canadiense caminará sobre una línea delgada: busca, acertadamente, legalizar la marihuana para suprimir su mercado ilícito y proporcionar mecanismos legales y seguros para su consumo, mitigando con ello el daño social que la prohibición ha generado para la salud pública y las políticas de procuración de justicia. Pero lo hace con el riesgo de detonar un brinco en niveles de consumo, sobre todo entre población adolescente o de nuevos consumidores, así como el desarrollo de cepas más potentes vía la manipulación genética del tetrahidrocannabinol, el ingrediente psicoactivo de la marihuana. Pero si Canadá demuestra que estas políticas funcionan, podría representar un modelo para el resto del mundo y replantear el paradigma con el que nuestro país ha combatido la producción y trasiego de marihuana.

La mayoría de los países han guiado a pies juntillas sus políticas en la materia con base en tres tratados de Naciones Unidas: la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención contra el Tráfico de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988. Combinados, obligan a las partes a limitar y prohibir la posesión, comercio y distribución de drogas y a trabajar juntas para detener el tráfico internacional. Pero es más que evidente que pocas políticas públicas en el mundo han sido un fracaso tan estrepitoso en las últimas cinco décadas como la prohibición de cannabis. El fallido período extraordinario de sesiones de la ONU sobre drogas de 2016 —en gran parte por la oposición rusa, china y africana— para revisar cómo confrontamos consumo y combatimos al crimen organizado trasnacional muestra que no podemos seguir esperando a que organismos multilaterales modifiquen paradigmas globales. Las naciones tienen que empezar a hacerlo por cuenta propia. Ciertamente habrá que prestar atención a cómo reacciona Estados Unidos —sobre todo ahora con la Administración Trump dando barruntos de un posible endurecimiento en la política antinarcóticos— a lo que hace Canadá. Pero criticarla sólo expondría su hipocresía al permitir que ocho de sus estados la hayan ya legalizado. Incluso John Kelly, secretario de Seguridad Interna, declaró que ante la eventual legalización, no veía razones para más medidas de control fronterizo entre EU y Canadá y que la marihuana “no es un factor en la lucha contra el narcotráfico”.

Para México la lectura es más que clara. No podemos seguir poniendo una cuota churchilliana de sangre, sudor y lágrimas para erradicar y asegurar marihuana en suelo mexicano mientras que en EU se da una legalización de facto estado por estado y cuando algunos nuevos funcionarios de procuración de justicia comienzan a apuntar dedos hacia México en respuesta a la epidemia de consumo de opiáceos y heroína en EU, amenazando con volver a épocas superadas de recriminaciones mutuas en este tema. Durante décadas, Washington tuvo la costumbre de señalar a México como el trampolín de las drogas hacia territorio estadounidense y México, lógicamente, contestaba que si nosotros éramos el trampolín, EU era la piscina. Hoy hay que recordarle a la administración Trump que en esta relación, si uno de nosotros apunta el dedo al otro, siempre habrá tres dedos apuntando de regreso. No cabe duda que lo más difícil para un país es moverse de donde se encuentra a un sitio en el que nunca ha estado. Pero el gobierno mexicano debería tomar ya la decisión —y articularla públicamente— de que con la iniciativa canadiense, y el avance paulatino hacia una legalización en EU, dejará de erradicar y asegurar marihuana, canalizando todos esos recursos a combatir otras drogas como cocaína, heroína o metanfetaminas y a confrontar a los grupos criminales más violentos. Hay que dar un golpe de timón, y ahora es cuando.

Consultor internacional

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