Erradicación de cultivos y COVID-19: un reto más para el Acuerdo de Paz

Líderes sociales e investigadores insisten en la importancia de no olvidar los lineamientos del Acuerdo de Paz para implementar medidas de cara a reducir las hectáreas de cultivos ilícitos en el país.

Camilo Pardo Quintero / cpardo@elespectador.com
09 de junio de 2020 - 02:00 a. m.
Según la FIP, menos del 1 % de las familias dentro del PNIS tienen proyectos productivos vigentes. / AFP
Según la FIP, menos del 1 % de las familias dentro del PNIS tienen proyectos productivos vigentes. / AFP
Foto: AFP

Desde que comenzó 2020, el Gobierno Nacional se trazó la meta de erradicar 130 mil hectáreas de cultivos ilícitos de las más de 200 mil que, según cálculos de la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas de la Casa Blanca, hay sembradas en Colombia.

Una labor ardua, que aunque sigue en pie durante la cuarentena nacional por la pandemia del coronavirus, está en medio de incertidumbre. De hecho, según una investigación de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), durante los primeros cuatro meses de este año las erradicaciones en todo el territorio sumaron 17.300 hectáreas, 6.500 menos que en el mismo período de 2019, año en que la meta final era de 100 mil ha.

Juan Carlos Garzón, director temático del Programa de Dinámicas del Conflicto y Negociaciones de Paz de la FIP, asegura que para darles una mirada a los temas de erradicación de cultivos, primero hay que revisar lo que está pasando con el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), que fue concebido como el eje central de la estrategia con la que se mitigaría el problema del narcotráfico en Colombia, tras la firma del Acuerdo de Paz.

A la fecha se ha cumplido con la etapa de firmas de pactos colectivos con organizaciones que representan a 85 mil familias y con la socialización veredal de los mismos, según el Observatorio de Drogas de Colombia. Inicialmente, en el PNIS estaban inscritas 130 mil familias, pero muchas se fueron alegando que no contaban con los beneficios y seguimientos estatales para tejer proyectos productivos.

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Por eso para Garzón es claro que lo que se requiere para que el PNIS sea realmente eficiente es que exista una “articulación integral con la hoja de ruta del Acuerdo y consecuentemente con los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). De esta manera podremos ver que el PNIS debe estar hecho a la medida de cada territorio, para mejorar en asistencia técnica y cumplirles a las familias; porque, entre otras cosas, no podemos olvidar que a la fecha menos del 1 % de las familias dentro del PNIS tienen proyectos productivos”.

Además, asegura Garzón, que en medio de la emergencia sanitaria hay que vigilar la intervención del Estado sobre la erradicación de cultivos ilícitos a partir de un seguimiento riguroso en las zonas donde hubo coca y se presentaron intervenciones, para que no haya brotes de nuevos cultivos, pues “si estos suben, hay presión para que el Gobierno muestre resultados y el papel de la erradicación es muy funcional para esos fines”.

La preocupación de las comunidades radica precisamente en que no haya garantías para las personas que habitan zonas cocaleras. Hernando Chindoy, líder del Resguardo Inga en Aponte (Nariño), sostiene que la idea del Ministerio de Defensa de seguir erradicando durante la pandemia, además de atentar contra la tranquilidad de las personas, no tiene en cuenta protocolos de consulta previa antes de comenzar con estos procedimientos. “Ya está visto que es un fracaso la política de erradicación y aspersión. Estoy seguro de que los niveles de violencia disminuirán radicalmente cuando se hable de lleno de la sustitución de cultivos como alternativa principal y se acuda a la voluntad de la gente para superar este flagelo”, reitera Chindoy.

Un panorama con menos claroscuros, en el marco del COVID-19, lo plantea Angelika Rettberg, directora del Programa de Investigación sobre Conflicto Armado y Construcción de Paz (ConPaz), de la Universidad de los Andes, quien considera que la pandemia puede “generar ventajas a la hora de acrecentar los sentimientos de solidaridad y que haya temas propios del Acuerdo de Paz que sean más fáciles de implementar, como sacar adelante algunas regiones y mejorar los sistemas de salud”.

Sin embargo, Rettberg sostiene que en la lucha contra los cultivos ilícitos la primera instancia debe ser que el Estado ofrezca incentivos para que los campesinos tengan una alternativa lícita y viable para vivir. A partir de ahí, según ella, se pueden desglosar falencias que hay sobre los territorios cocaleros para encontrar soluciones. Para Rettberg, con o sin pandemia, sería comprensible trabajar en el desarrollo de los municipios PDET “si se aprende sobre las lecciones que el conflicto armado ha dejado en las regiones y si se concretan políticas para entender que los cultivos no son solo un tema conexo a la criminalidad, sino que están ligados a la salud pública”, agrega.

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En los territorios, la preocupación es latente, sobre todo en los bastiones cocaleros históricos, como Tumaco, Puerto Asís o Tibú. Olger Pérez, de la Asociación de Unidad Campesina del Catatumbo (Asuncat), afirma que en su región se ven los mismos problemas de narcotráfico de hace 30 años, a pesar de que el Acuerdo de Paz ha representado avances para que se escuchen las voces comunitarias.

A Pérez le preocupa la erradicación forzada, pues asegura que el Gobierno no les ofrece garantías a los campesinos. “Muchos campesinos con cafetales se vieron obligados a cultivar coca, porque nadie les aseguraba un camino legal. Mientras que el café demoraba nueve meses y lo pagaban mal, con la coca los pagos estaban en el bolsillo de ellos en 50 días y así podían alimentar a sus familias. Con esto no quiero justificar la ilegalidad, pero tenemos fresco el ejemplo de lo que le pasó a un grupo nuestro en Tibú, que recientemente se sometió al PNIS, todos sustituyeron sus cultivos (especialmente en la vereda Caño Indio) y al cabo de unas semanas los abandonaron con ayudas minúsculas”, añade.

A eso se suma el temor por la presencia de militares en los territorios, pues para muchas comunidades la Fuerza Pública no representa garantías de protección. “En el Catatumbo hay cerca de 18 mil militares y a ellos se suman los que recientemente están llegando desde EE. UU. No sabemos a quién creerle, porque cuando los militares erradican y violentan a la gente, al cabo de unos días no hacen más seguimiento y se van como si nada”, concluye Pérez.

No es un tema fácil. El desafío de los cultivos ilícitos se ha mantenido durante décadas, mientras los gobiernos van y vienen. Precisamente sobre el papel del Estado en la erradicación de cultivos ilícitos, el Alto Comisionado para la Paz, Miguel Ceballos, le dijo a este diario, dos semanas antes del inicio de la cuarentena, que “se deben utilizar todos los instrumentos que permitan la ley y la Constitución para la lucha contra el narcotráfico. Sabemos que este es un problema muy poderoso y por lo tanto debemos responder con actos y políticas proporcionales a ello”.

Por Camilo Pardo Quintero / cpardo@elespectador.com

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