Atracción fatal: la doctrina de la flexibilidad de Brownfield y la reforma global de las políticas de drogas

Martes, 18 de noviembre, 2014

Las reformas estatales sobre el cannabis, que han cobrado impulso este mes, han puesto al descubierto la incapacidad de los Estados Unidos para atenerse a las disposiciones del fundamento jurídico del sistema global de control de drogas: la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes. Esto es algo que debería propiciar un diálogo muy necesario sobre la reforma de unos acuerdos internacionales que tienen ya muchos años. Pero aunque aparentemente ‘acoge con satisfacción’ el debate sobre la reforma de las políticas de drogas a escala internacional, se trata de un diálogo que el Gobierno federal estadounidense de hecho desea evitar.

El resultado es una nueva postura oficial con respecto a los tratados de drogas de la ONU que, a pesar de su seductor tono progresista, solo sirve para mantener el orden establecido y podría resultar perjudicial más allá del ámbito de las políticas de drogas.

La Convención Única de 1961 ha sido un instrumento de una enorme influencia. Prácticamente todos los países del mundo tienen la obligación de prohibir el cultivo, el comercio y la posesión de cannabis y de toda otra serie de sustancias, como la coca y el opio, para cualquier fin que no sea médico ni científico. Estés donde estés, es muy probable que las leyes de drogas se basen en este tratado.

Los Estados Unidos han sido un defensor acérrimo de este régimen jurídico. Los tratados son una pieza fundamental de su política exterior sobre drogas, entre otros lugares en América Latina. Pero dentro de sus propias fronteras, el Gobierno ha dejado claro que no se opondrá a la voluntad de los votantes con respecto al cannabis, aunque esto suponga contravenir la Convención de 1961. Así que los Estados Unidos se enfrentan a una situación delicada: la violación de un tratado que no desean admitir en un sistema que desean preservar.

La respuesta es el nuevo enfoque de ‘los cuatro pilares’, esbozado por el embajador William Brownfield (subsecretario de Estado para Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley):

• Respetar la integridad de las convenciones existentes de control de drogas de la ONU...

• Aceptar la interpretación flexible de esas convenciones...

• Tolerar distintas políticas nacionales de drogas... aceptar el hecho de que algunos países tendrán enfoques muy estrictos frente a las drogas, mientras que otros legalizarán categorías enteras de drogas...

• Luchar contra las organizaciones delictivas

La declaración de Brownfield recibió algunas respuestas positivas, que la aplaudieron como un avance histórico en la reforma de las políticas de drogas. Sin embargo, el atractivo de la propuesta es superficial y existen buenas razones para ser prudentes.

Para la política exterior de los Estados Unidos en materia de drogas, estos cuatro pilares tienen sentido en el corto plazo. Con este enfoque, los Estados Unidos pueden dar la impresión de apuntarse a las discusiones sobre posibles reformas sin tener que cambiar nada sustancial. Los enfoques del país con respecto a América Latina, que han dominado la atención de Washington, pueden mantenerse como de costumbre. Y los Estados Unidos pueden seguir teniendo una presencia en lugares donde no tienen nada que hacer salvo luchar contra el comercio de drogas, que sería el cuarto pilar de este ‘nuevo’ enfoque.

Además, al defender ‘la integridad de los tratados’, los Estados Unidos pueden seguir usándolos como un instrumento para disciplinar a los países productores y de tránsito de la región. Según la Ley de Autorización de Relaciones Exteriores, si un país no cumple los requisitos de las convenciones internacionales de drogas, el presidente puede emitir una decisión que determina que ese país ‘ha incumplido manifiestamente’ sus obligaciones, lo cual puede llevar a sanciones.

Bolivia volvió a recibir esta decisión presidencial, una vez más, hace apenas unas semanas. Mientras explicaba la lógica de una ‘interpretación más flexible’, Brownfield señaló: “Las cosas han cambiado desde 1961”. Sin embargo, la decisión presidencial sobre Bolivia subrayaba que los “marcos establecidos por las convenciones de la ONU son tan aplicables al mundo contemporáneo como cuando fueron negociados y firmados por la gran mayoría de los Estados miembros de la ONU”.

La decisión también expresaba la preocupación del Gobierno estadounidense de que Bolivia intentara “limitar, redefinir y eludir el alcance y el control” de la coca en el marco de la Convención de 1961, aunque esto es precisamente lo que están haciendo los Estados Unidos en el caso del cannabis.

Los Estados Unidos también se opusieron a las iniciativas de Bolivia para que los usos tradicionales de la coca dejaran de estar sometidos a control internacional arguyendo que esto cuestionaba ‘la integridad de los tratados’, justo el primer pilar mencionado. De forma que cabe preguntarse: ¿las reformas o interpretaciones de qué países se considerarán tolerables, y cuáles supondrán una amenaza para la integridad del sistema? Y lo más importante: ¿quién lo decidirá?

Es evidente que un mercado legalmente regulado para el cannabis no tiene cabida en la Convención Única de 1961. Para abordar este hecho, los Estados Unidos han anunciado –con el segundo pilar citado– que aceptarán la interpretación unilateral de acuerdos multilaterales más allá de lo que prevén esos mismos acuerdos. Esta es una propuesta muy seria, que sobrepasa los ámbitos del cannabis y las políticas de drogas. El intento del Gobierno Bush de defender que el simulacro de ahogamiento (una práctica también conocida como submarino, o waterboarding en inglés) no contravenía la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y que las personas detenidas en la ‘guerra contra el terror’ no estaban amparadas por los Convenios de Ginebra deberían prevenirnos de permitir este tipo de enfoque unilateral.

En realidad, más allá de unas palabras que suenan a progresistas, el camino que plantea la doctrina Brownfield lleva a perpetuar el excepcionalismo de los Estados Unidos y a que este país siga usando los tratados según le convenga.

Pero ese excepcionalismo funciona en ambos sentidos, y los Estados Unidos también tienen intereses vitales, entre los cuales de seguridad nacional, en hacer que los Estados cumplan con las obligaciones que han contraído mediante tratados internacionales y bilaterales. Un ejemplo reciente demuestra los riesgos que entraña pasar por alto este punto. El pasado julio, los Estados Unidos emitieron una decisión presidencial que apuntaba que Rusia estaba violando sus obligaciones en virtud del Tratado sobre las Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, un acuerdo bilateral que prohíbe las pruebas con misiles balísticos de un cierto alcance. Pero si en el régimen de control de las drogas se permite un enfoque ‘flexible’ y a la carta cuando le conviene a los Estados Unidos, ¿por qué no sería aplicable también aquí?

¿Por qué no en otros destacados acuerdos internacionales que son tan importantes para muchas personas como protocolos ambientales que fijan objetivos concretos o leyes sobre derechos humanos y sus protecciones vitales? Seguir el segundo pilar hasta el punto que sugieren los Estados Unidos supone entrar en un terreno muy resbaladizo.

La llegada de los mercados regulados de cannabis en los Estados Unidos debería abrir un espacio para mantener una discusión muy necesaria sobre la reforma de los tratados. El problema en cuestión no está en que los Estados Unidos violen los tratados; el problema está en el sistema de tratados de control de drogas en sí. Ya han empezado los preparativos para una cumbre de la ONU sobre drogas que tendrá lugar en 2016, la primera en casi 20 años, y donde se debería iniciar un diálogo sobre la reforma de los tratados. La doctrina Brownfield forma parte de los esfuerzos de los Estados Unidos para que ese diálogo no entre en la agenda.

A ojos de los Gobiernos –en un intento por evitar la controversia política– puede que los cuatro pilares resulten atractivos. Para quienes apoyan la reforma de las políticas de drogas, puede que parezcan progresistas. Pero estos pilares no le hacen ningún favor a la reforma de las políticas de drogas ni sirven para avanzar hacia políticas basadas en pruebas empíricas y en los derechos humanos. Permitir que los Estados Unidos, para sus propios fines, nos conduzcan a una pantomima de adhesión a los tratados políticamente calculada solo sirve para sostener un régimen que ya no se adecua a los propósitos para los que fue creado. También es algo perjudicial para la integridad del derecho internacional en general, desde el ámbito de los derechos humanos al de la seguridad, pasando por el medio ambiente. En otras palabras: permitir que los Estados Unidos eludan el hecho de que están violando la Convención de 1961 supone pagar un precio demasiado alto. Y la guerra contra las drogas ya ha costado demasiado.

Profesor Dave Bewley-Taylor
Director del Observatorio Global de Políticas de Drogas, Universidad de Swansea

Martin Jelsma
Coordinador del Programa Drogas y Democracia, Transnational Institute

Damon Barrett
Director del Centro Internacional sobre Derechos Humanos y Políticas de Drogas (ICHDP)