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5 de noviembre de 2017, 4:00 AM
5 de noviembre de 2017, 4:00 AM

Haciendo un balance rápido de la experiencia que ha atravesado Bolivia con la implementación de sus diferentes planes de lucha contra el narcotráfico, se observa que uno de los principales aprendizajes es que la persecución y criminalización de los campesinos cultivadores de hoja dejan profundas y tristes huellas. Para Bolivia implicó una espiral de violencia y represión que causó pérdidas de vidas humanas, violaciones de derechos y daños económicos que aún lamentamos.

La experiencia también ha enseñado, no solo en Bolivia sino en toda la región andina, que cuando se presiona con operativos de interdicción en una zona para frenar la expansión de cultivos, la demanda genera cultivos en otras áreas; es el efecto globo. De este modo, con la persecución al agricultor se genera una expansión de la frontera agrícola en zonas alejadas y de difícil acceso en las que el riesgo de pérdida del control territorial puede hacerse vigente en un mediano plazo; veamos los ejemplos de violencia relacionada con los cultivos y control de territorio en Perú y a Colombia.

El discurso dominante de lucha contra el narcotráfico ha culpado a los productores de coca de provocar una economía ilegal y una violencia en la que poca responsabilidad llega a tener la familia campesina; tratar de sustentar la economía familiar con cultivos que rinden y tienen mercado no puede ser un comportamiento que se criminalice sin ninguna lógica de prevención. En el Código del Sistema Penal, aprobado en la Cámara de Diputados el 17 de octubre, se endurecen las penas para los que cultiven coca en zonas no autorizadas con prisión de dos a cuatro años, además de una multa de 100 a 250 días. Una pena que es de cuatro a ocho años de presidio si el delito tiene lugar en parques nacionales, áreas protegidas o reservas forestales.

La necesidad de preservar las áreas protegidas es real, la degradación ambiental está vigente; pero, no deja de ser curioso que se cuestione el impacto de algo más de 20.000 hectáreas de coca y no se diga más de los 1,2 millones de hectáreas de cultivos de soya (el 90% es transgénica). Medios de comunicación y redes sociales reflejan de manera recurrente su preocupación sobre la expansión de cultivos de coca y, a pesar de la desproporción, no se dice nada de la deforestación ni de la ocupación de parques y áreas protegidas que genera la agroindustria. 

Si lo que nos preocupa es que la coca se destine a la producción de pasta base de cocaína, ¿por qué no se han desarrollado formalmente los mercados legales para reducir su desvío? ¿Dónde está la reglamentación para la certificación y los estándares de calidad para un empacado y procesamiento de la hoja de coca, como los del café o el tabaco? ¿Dónde están los mercados en el exterior que se ofrecieron? 

La nueva Ley General de la Coca y su reglamento dejan sin definición los procesos y pasos que se deben seguir para formalizar los mercados legales de  la coca, para lograr certificaciones y la esperada industrialización. Lamentamos que no se desarrollan los elementos necesarios para apoyar las prácticas de control social ni promover nuevos mecanismos de participación ciudadana.  A la fecha, la única respuesta que se está planteando en el nuevo marco normativo es la penalización, cuyas consecuencias conocemos. El éxito del modelo boliviano de control de cultivos de coca ha sido plausible en cuanto que logró evitar la violencia que supuso la erradicación forzosa, lo cual se logró con alguna excepción. Repetir los escenarios pasados de violencia sería, además de cínico, poco eficiente. 

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