SOCIEDAD › ADELANTO: UN MUNDO CON DROGAS, EL LIBRO DE EMILIO RUCHANSKY SOBRE LAS ALTERNATIVAS A LA PROHIBICIóN

Los otros caminos posibles

El periodista Emilio Ruchansky recorrió Suiza, Holanda, España, Estados Unidos, Bolivia y Uruguay para conocer en profundidad los ejemplos que cuestionan el paradigma prohibicionista. Un mundo con drogas (Debate) es una recopilación de esa investigación. Aquí, el capítulo que narra el uso de la marihuana para reducir daños en consumidores problemáticos de cocaína y pasta base, una experiencia uruguaya pionera de la legalización del cannabis que está en marcha en ese país.

 Por Emilio Ruchansky

Las exposiciones de la médica Raquel Peyraube revolucionaron el Parlamento. En la Comisión Especial de Drogas de 2010 acusó de “corruptos” a los encargados de las comunidades terapéuticas Manantiales y Remar “por la explotación y abuso físico y psicológico de los usuarios”. Recordó que muchos centros similares (como parte del tratamiento) obligan a sus pacientes a ejercer la venta ambulante. “¿A qué gastrítico se le manda a la calle a pedir y vender repasadores o tarjetitas para tener derecho a asistencia?”, se preguntó. Luego agregó: “Así como están los traficantes de drogas, también están los traficantes de esperanzas”. En aquella ocasión, la médica pidió que se posibilite “utilizar la marihuana para usuarios de pasta base”. Desde la década del ’90, ella avala este recurso de sus pacientes para ayudar a calmar la abstinencia de cocaína, por lo que incluso fue acusada de cometer el delito de asistencia al consumo.

Con el avance del proyecto de regulación, y ya en rol de asesora del gobierno, Peyraube volvió en septiembre de 2012 a una nueva comisión especial, esta vez “con Fines Legislativos”. Allí apuntó contra la Sociedad de Psiquiatría, que en un comunicado afirmó que cualquier medida que facilite el acceso al cannabis es “altamente preocupante y detestable” por los daños que produce. Ella acotó: “Con ese criterio, tendrían que sacar del mercado drogas que ellos mismos prescriben, que sabemos matan neuronas, y que se administran a gente –precisamente a personas añosas– que ya tienen menos capital, como el flunitrazepam”.

En su casa-consultorio, muy cerca del puerto del barrio Buceo, la médica recuerda que su primer paciente fue una mujer sometida a la prostitución por su pareja, que llegó a la guardia del Hospital de Clínicas porque creía ver cucarachas que subían por su cuerpo. “Tenía una intoxicación grave con un delirio cocaínico que era imposible de parar, se había atrincherado detrás de la heladera”, dice. Consumía cinco gramos diarios. Estuvo cuatro horas hablando con ella hasta calmarla, sin usar fármacos. Supo luego que había practicado talking down o sedación por la palabra.

“Hay otra forma de alucinaciones que es muy típica de las drogas estimulantes, se ve con las metanfetaminas también, que se llama parasitosis alucinatoria. Se nota en quienes consumen diariamente y cada dos por tres se están como sacudiendo... Otros ven que les reptan gusanos, ven bubones en la cara, como bultos que salen debajo de la piel, inclusive los ven en el espejo, y se lastiman para sacárselos”, explica la médica, a más de 25 años de aquella primera paciente.

Aunque estudió Toxicología y Psiquiatría, Peyraube construyó su especialidad médica de forma autodidacta, aprendiendo mucho de sus pacientes. Ejerció en Suiza (auspiciada por Annie Mino) y también en Francia. Su rechazo a la hegemonía del modelo abstencionista la alejó del ámbito sanitario en Uruguay –tanto público como privado– porque “eran instituciones en las que la actitud era de preservación del médico y no del cuidado”. Además, se negaba (y lo sigue haciendo) a ordenar internaciones involuntarias. Para muchos usuarios, reflexiona, los médicos resultan ser “el brazo sanitario” de la represión.

En 1991, fundó el grupo de Cavia, basado en los tres pilares éticos de la medicina: “No dañar, es decir, antes de hacer el bien primero no dañar; el principio de justicia social y el derecho a la autodeterminación”. Como parte de la denominada justicia social, el veinticinco por ciento de sus pacientes no pagaba el tratamiento mientras que quienes sí podían abonaban honorarios más altos.

El plan del tratamiento era “amigable” y negociado, como parte del respeto a la autodeterminación. A partir de las experiencias de sus pacientes, supo que el cannabis les ayudaba a calmar las ganas de consumir cocaína y a dormir. “No veía interferida la calidad de vida por la marihuana, habían regresado al sistema educativo o se habían reinsertado laboralmente y empezaban a tener relaciones estables. No era un uso problemático. Entonces les daba el alta, como se las daría si están abstinentes y fuman tabaco”, comenta.

Con el tiempo se dio cuenta de que traía los mismos beneficios que una benzodiazepina pero sin su toxicidad: “Tiene una capacidad ansiolítica, antiangustiosa y relajante”. Más allá de lo que dijeran sus pacientes, ella tenía la evidencia clínica de esta mejoría: “Me daba buen resultado en la relación con el usuario. Y es culturalmente soportable para los jóvenes, ellos son parte del sistema terapéutico porque sienten que la controlan mucho más”.

Cuando comenzó a avalar ese consumo, a finales de los ’80, persistía el aparataje de la dictadura cívico-militar y las razzias eran constantes. Para aplacar los problemas legales, Peyraube les firmaba una receta a su nombre, explicando a la policía: “Esta persona está bajo tratamiento, todavía no entró en abstinencia, pero cualquier duda pueden dirigirse a mí”. También pedía a sus pacientes que llevaran documentos y sólo lo indispensable para fumar. Era una medida para que no los golpearan ni les aplicaran técnicas tortura como el “plantón” (estar parados horas con los brazos levantados) o la picana eléctrica.

“Entonces les planteé a algunos padres que respetaran esta etapa del tratamiento. A esta altura, con los resultados que teníamos, había confianza aunque al principio vinieran escépticos, desahuciados”, afirma. A mediados de los ’90 avanzó otro casillero. Les sugirió a los parientes que fueran ellos a comprarles marihuana: “‘¿Yo a comprar marihuana?’. Entonces les contaba en voz alta cuál era mi razonamiento: ‘Hemos visto que las recaídas en la cocaína se dan muchas veces cuando van a comprar marihuana’”. Su propuesta impactó en la relación familiar. Se establecía una cooperación para salir de la angustia y del problema real.

En las reuniones con familiares se filtraban las pequeñas negociaciones hogareñas en conversaciones como: “Bueno, pero entonces vos consumís sólo en casa”, le dijo un padre a su hijo y el paciente le respondió: “De acuerdo, está bien. Pero en el balcón”. De a poco, padres y madres salían del lugar de censura para ocuparse del cuidado.

A partir del año 2000, con la entrada de la pasta base al mercado local, Peyraube continuó avalando y ajustando el uso de cannabis en sus nuevos pacientes. Es importante retener a quien se acerca a pedir ayuda o asistencia médica, explica, sólo así se puede dialogar, tirar lazos y hacer las preguntas correctas. A ella no le interesa saber por qué se droga alguien, sino para qué: “¿Qué espera o qué le da? ¿A qué lo habilita o a qué lo deshabilita?”.

Esta médica afirma que el uso del cannabis se restringe y se negocia hasta las pitadas diarias. Ella les pide a sus pacientes que en caso de recaída no la usen para “bajar” de inmediato los efectos estimulantes de la cocaína. “El usuario de drogas en general dice: ‘Eso me hace bien’ porque se siente bien, pero no evalúa el riesgo toxicológico. ¿Por qué no se debe asociar marihuana con cocaína? Porque a pesar de que ellos se sienten menos duros, más relajados, aumenta el riesgo cardiovascular”, explica.

Peyraube enmarca este uso del cannabis en la reducción de daños. No implica un tratamiento de sustitución “por ahora”. Existen ensayos preclínicos que permitirían pensar en un futuro que en parte hay un efecto de sustitución. “Los mecanismos de acción de esta sustancia actúan a nivel de receptores cannabinoides tipo 2 (donde opera la cocaína) y los remodulan. No nos olvidemos de que el cannabis también tiene efecto antidepresivo”, señala.

De momento, a muchos les funciona como una puerta de salida. “O como una fase intermedia para pasar de una droga que tiene una cortísima vida media (como es la cocaína) a una droga de larga vida media, como es la marihuana. Y la capacidad de generar dependencia está vinculada con la vida media de la sustancia. Entonces vos estás haciendo lo mismo que la metadona. Además tienes derivados anfetamínicos con más margen de seguridad (como el metilfenidato), que de hecho les damos a los niños. El problema es claramente la dificultad de poder pensar con la libertad que tiene que darte la ciencia”, asegura Peyraube.

Ella también sostiene que la regulación del cannabis también debe conceptuarse como una medida de reducción de daños. Su apoyo al proyecto de ley trascendió al asesoramiento. Participó de un aviso publicitario en 2013 sobre uso medicinal del cannabis de Regulación Responsable –una agrupación ciudadana que amplió las bases de la Coordinadora por la Regulación del Cannabis– incluyendo al feminismo, organizaciones medioambientales, judiciales y de afrodescendientes, entre otras. Los avisos fueron criticados por la oposición política por entender que “normalizaban” o disminuían la percepción del riesgo respecto del consumo de marihuana en adolescentes.

“Si te ponés a leer el estudio estadístico del Observatorio de Drogas o del Censo Nacional te vas a dar cuenta de que no es verdad, los jóvenes no tienen baja percepción de riesgo. El consumo de marihuana está preguntado con tres rangos. Y los usuarios jóvenes contestan que cuando el consumo de marihuana es de hasta dos veces por semana, el riesgo es bajo. Y es cierto”, asegura. “Cuando ese consumo es diario, cotidiano y en altas dosis, la percepción del riesgo es alta. La mayoría hace un uso semanal, festivo, fuera del circuito de responsabilidades, o de noche al relajarse, pero no consumen todo el día. Lo que pasa es que a la gente le cuesta mucho imaginar que alguien consuma una sustancia tan satanizadas de forma controlada”, agrega.

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